Rutina se le suele llamar

Me irrita el simple hecho de ponerme a pensar que el setenta porciento de los días que me despego de la cama es pura y exclusivamente para ir a la escuela. Aguantar hora por hora la monotonía que implica la rutina, levantándome a las seis para desayunar a las corridas y esperar el colectivo en la esquina mientras me fumo el primer puchito del día. Son miles los intentos por mantener mi mente entretenida con cualquier cosa durante esa media hora de bondi.

La llegada a Independencia y la costa me hace empezar a disfrutar el único momento apreciable de un día de semana: la plaza a la mañana.

Me bajo del 221 y recorro rentusiasmada la cuadra que me separa de la plaza. Llego, me siento en el point a la luz de los primeros rayos de sol del día y examino el paisaje suplicando que los veinte minutos que tengo antes de tener que entrar al colegio se hagan eternos. Saco el celular de la mochila y activo la alarma de las 7:10 advirtiendo un posible cuelgue con respecto al horario de entrada. Acto seguido me prendo uno. Cambió el panorama. Ahora sí me siento psicológicamente preparada para encarar seis horas recluida en la escuela. La calma se adueña de todo al mismo tiempo que mi cabeza me pide que no me exija.

“Estúpida” pienso mientras me río y me dedico a mirar las cenizas que se me caen encima de la ropa por colgada. Tan colgada que me limito a mirarlas y seguir fumando. "Tan colgada que te tengo que avisar cuando llegas al filtro", me diría Veneno.

Cada minuto lo dudo menos, la sensación de satisfacción que me invade a medida que el humo va entrando en mi cuerpo es enorme.

Suena la alarma. La idea de despegarme de la plaza me resulta espantosa y hasta sinsentido. Opongo resistencia pero es inútil. La alarma sigue sonando y la decisión de levantarme del piso y caminar hasta la escuela se torna cada vez más complicada.

Lo único que me calma en estas circunstancias es saber que mientras más se sufre el encierro

más placer provoca la salida.

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